Soundtrack Vital

Un compendio irresistiblemente evocador inspirado en los accidentes vitales de Lucho Tapia y Guary Opazo.

Friday, June 24, 2005

Óleo de Mujer con Sombrero, Silvio Rodríguez (1970)

Dedicado a Marta O.


Recuerdo una maravillosa y soleada tarde en Santiago de Chile, hace mucho tiempo. Recuerdo presenciar el atardecer y sentirme feliz de estar vivo, a pesar de saberme incompleto. Recuerdo descansar sobre el cuerpo de la mujer que yo más deseaba en el universo, sentado en las escalinatas de la entrada de algún edificio del ilustre Instituto Pedagógico. Recuerdo simplemente yacer sobre ella, dejar mi espalda descansar sobre su tibio pecho y ser acogido por sus brazos generosos, sentado sólo un escalón más abajo que ella. Recuerdo abrazar sus piernas, recuerdo sus manos también abrazándome, su cabeza inclinada sobre la mía y su respiración (y tal vez algún murmullo en mi oído.) Recuerdo su ropa, su aroma y su cabello largo y brillante al sol, cayendo sobre mis afortunados hombros. Recuerdo estar así por muchas horas, la tarde entera. Recuerdo tener la certeza que la vida no necesitaba brindarme nada más que eso que yo ya tenía: estar ahí, simplemente entre sus brazos, en un espacio que era sólo nuestro. Íntimo e irrepetible.

Recuerdo no ver su rostro durante todas esas horas que estuvo a mis espaldas, y no lamentarlo. Lo cierto es que yo ya sabía su rostro de memoria -su sonrisa ya era mía, sus párpados también- y lo único que necesitaba esa tarde era tener paz, dejar de luchar -que era aquello que ella y yo hacíamos constantemente, con un precioso y ciego fervor adolescente. Recuerdo adorar el hecho de ir contra los cánones y dejar mi cuerpo descansar sobre el de ella, en vez de lo opuesto. Recuerdo sentir un extraño orgullo de abandonar mi rol masculino y estar feliz que ella estuviera deseosa de hacerse cargo de ser fuerte y acogerme. Recuerdo sentir su amor, la forma de su amor: sus ganas de hacerme saber que a pesar de todo ese confuso mundo que habitábamos, ella deseaba sentirme cerca, tanto como yo deseaba su cercanía.

Recuerdo gente alrededor yendo y viniendo, haciendo cosas absurdas e inútiles como ir a clases y rendir exámenes, comer de pie y contar chistes, correr para alcanzar una micro, ignorando completamente que esa tarde había sido hecha exclusivamente para que los amantes dejaran todo de lado y se sentaran a estar juntos por mucho rato, brindándose su mutua necesidad, sin demandas y sin trampas. Esa tarde también hubo palabras, pero yo no las recuerdo; las palabras no podían darme nada más de lo que yo ya tenía: el ser acogido por el cuerpo, tan real, tan tibio y tan concreto, de esa mujer que era quien yo más deseaba en el universo. Las palabras que ella y yo usábamos eran confusas e imprecisas: nos alejaban en vez de acercarnos. Lo cierto es que ella y yo vivíamos en el centro del miedo y la incertidumbre, y tontamente usábamos esas palabras, tan toscas y tan nefastas como para intentar entender, definir, dar forma a ese algo que nos rebasaba. Pero esa tarde los cuerpos no mentían: cada caricia era una verdad pura e intensa; cada vena vibrante, cada pulso, un paso correcto hacia el corazón del otro.

No creo haberla besado. Creo haberlo intentado, y saber de inmediato que aquel no era el día para empujar la vida en esa dirección. Recuerdo no haberlo intentado más, nunca más. Recuerdo no entender por qué, pero saberlo. Recuerdo renunciar a entender.

Recuerdo pensar en ella constantemente. Recuerdo temblar como una hoja cada vez que la veía. Recuerdo esconderme en voces y ausencias tanto como ella lo hacia conmigo. Recuerdo nunca dejar de desearla.

Una mujer se ha perdido conocer el delirio y el polvo…

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