Soundtrack Vital

Un compendio irresistiblemente evocador inspirado en los accidentes vitales de Lucho Tapia y Guary Opazo.

Saturday, June 02, 2007

Bone Machine, Pixies (1988)

Mi terremoto privado


Yo vengo de un país francamente curioso. Todos quienes nacimos allí sabemos, sin necesitar ninguna demostración razonable, que durante nuestras vidas seremos testigos de más de algún desastre masivo, una catástrofe destructora del paisaje circundante y responsable que las vidas de muchos inocentes compatriotas sean borradas de un plumazo. Tal catástrofe puede manifestarse de variadas y coloridas maneras: inundaciones, erupciones volcánicas o golpes de estado, aunque más a menudo resulta ser un movimiento telúrico considerable. Un terremoto tan devastador que uno recordará por siempre -si es que, claro, uno tiene la suerte de vivir para contarlo.

Según uno ha escuchado, todo tiene que ver con la teoría de la deriva de los continentes y la existencia de placas tectónicas. Resulta que el país donde yo nací se enfrenta a la llamada placa de Nazca, la cual es alimentada desde la Cordillera Mesodorsal del Océano Pacífico por surgimiento del magma emergente desde el centro de la tierra, el cual ejerce presión hacia la placa Sudamericana, produciéndose un fenómeno de subducción, origen de los sismos ocasionados por este choque. Dado que la zona de contacto entre las placas está sometida a grandes presiones debido al movimiento convergente, ambas placas están mutuamente acopladas, por lo que, previo a la ruptura propiamente tal, éstas se deforman elásticamente a lo largo de su interfaz común. Inmediatamente antes de la ruptura, sólo una pequeña área, firmemente acoplada, resiste el movimiento de las placas. Cuando el acoplamiento en la última zona de resistencia (una aspereza sísmica, en jerga geofísica) es sobrepasado, el esfuerzo acumulado es liberado bruscamente, enviando ondas de choque a través del planeta. La ruptura comienza en el hipocentro del terremoto, esto es, bajo el epicentro, y luego se extiende a lo largo de una zona cuya extensión depende de la intensidad del evento.

Lo que la teoría no ha podido explicar, sin embargo, es la terrible regularidad con la que tales eventos catastróficos se suceden. En el país donde yo nací todo el mundo sabe con certeza casi religiosa que aproximadamente cada diez años uno puede darse por seguro ganador del premio gordo: un boleto en primera fila para ser testigo una vez más de la abrumadora y caótica pirotecnia del Universo dirigida amablemente y libre de cargo hacia uno. Y a pesar que este es un hecho empírico tan cierto como aterrador, nadie parece realmente alarmarse por ello. Quizás por esta razón, todo quien nació en mi país se comporta como un experto en las artes adivinatorias. “Ya parece que se viene uno grande...”

Es por todo lo anterior que lo que me sucedió en una discoteca -adecuadísimamente llamada Trash-, ubicada en el célebre y variopinto barrio de Kreutzberg, Berlín, hace unos diez años, tuvo perfecto sentido, al menos en mi torcido entendimiento chilensis. Sería mi tercera o cuarta vez en la Trash, maravilloso lugar, definición de Lo Alternativo, un garito opaco y sin pretensiones que emanaba una onda grata y acogedora hacia cuanto espécimen raro se asomara por allí. Sucedió esa noche, que mientras tomaba un respiro junto a mi Becks sentado al borde de la pista, noté con cierto desasosiego que el instante entre canción y canción (sí, ese instante que si no es nulo se hace simplemente eterno) se extendía hasta ponerme algo inquieto. Un par de segundos pasan lentos como espectro cargando un ataúd. Cuando ya estoy a punto de mirar hacia los lados, buscando una explicación o al menos una mirada cómplice, es que se desencadena un terremoto. Todo se sacude. Mi entendimiento, mi cabeza, todo mi ser comienzan a ser estremecidos por un terremoto -uno grande.*

BOOOM… turu-turu, turu-turu, turu-turu, turu-turu,

KGWIIIIIIIINNNG!!!

WHAAAAAAAGGGHHHHHH!!!!

Y a pesar de mi nacionalidad, que me hace un experto automático en cuestiones telúricas, me quedo paralizado, sin atinar a nada. Otro par de segundos pasa penoso, viscoso, mientras mi entendimiento yace a medio camino entre la nada y el vacío. Y pasa que entonces, en un acto que nubla aún más mi escaso entendimiento, veo que todos, absolutamente toda la gente en el garito, en vez de escapar, salir despavorida buscando un escape, se dirige a hacia la pista de baile, poblándola hasta los bordes. Luego la masa comienza a saltar, a contorsionarse, a sacudir la cabeza al compás del terremoto: es una visión formidable, poderosa. Trago saliva. Pienso en lo magnífico que es que toda esta gente esté bailando al son de un terremoto. Porque esta canción es un jodido terremoto. Ignoro qué diablos es, pero es lo más potente que he escuchado en los últimos, digamos, diez años.

No fue sino hasta tiempo después que descubrí a los Pixies -cuando por supuesto, ya no existían como tales. Aunque claro, como buen chileno, yo debía haber estado preparado, debía haber sabido que algo grande estaba por llegar a estremecerme. Hacía ya tiempo (diez años, quizás?) que algo no sacudía mi conciencia musical con tal furia desbocada. El asombro, la joda, el profundo morbo de haber escuchado esta canción por vez primera fue nada distinto a esa tarde de 1985 en Santiago de Chile, cuando el suelo bajo mis pies adolescentes se sacudió en serio. Espero impaciente el próximo sacudón.



(*) Ojo, naturalmente no me refiero a un terremoto de adeveras. Esto es lo que la gente culta llama una licencia poética, según me han contado

Black Wings, Tom Waits (1992)

Algunos dicen temerle, otros le admiran


Hay quienes tienen permiso para hacer como les plazca.

Este privilegio no es adquirido, ni brindado por Dios ni realeza alguna.

Simplemente es.

Es inherente al ser. Consustancial.

Es inmutable, inconcebible, inabarcable.

No se puede luchar contra él; es eterno e incambiable.

Es ambos: don y maldición, tal como la inmortalidad de Mefistófeles.

Quien lo posee esta mas allá, muchas leguas delante nuestro, siempre.

Quien lo tiene no reconoce nuestros límites. Humanos, terrestres.

Ellos tienen carta blanca. Para hacer y deshacer.

Sinfonías y catedrales, obras maestras; holocaustos y horrendos crímenes también.

Todo.

Y no hay nada más que uno pueda hacer, sino sentarse a admirar las llamaradas, el brillo, el estruendo.

Y reconocerse inferior.

Stop Me If You Think You’ve Heard This One Before, The Smiths (1987)

La forma del desencanto

Escuché a Los Smiths por primera vez –de manera seria- en 1992, de forma muy tardía, cuando todas las depresiones endógenas de aquellas hordas de pálidos, infelices y desencajados adolescentes británicos post punk de fines de los ochenta habían ya acabado. Y aunque llegué sumamente tarde al cuento, de igual manera me sumergí en él con todas mis ansias y mi intacta pasión impúber –hasta el puto fondo. Llené mis venas hasta más no poder con toda aquella deliciosa angustia existencial que brotaba fresca y salvaje de los versos de Morrissey y la guitarra de Johnny Marr, sin ninguna vergüenza. El momento histórico lo ameritó plenamente, de manera perfecta y hasta mágica. Hoy lo veo como si fuera una película en blanco y negro, una intensa película en blanco, negro y gris, una película salvaje y de una enternecedora crudeza.

Enganchar con esta canción fue un suceso increíblemente premonitorio. Y duro. Hoy puedo hasta reír, pero entonces... Como sabemos, esta canción trata de un tipo al que le llueve sobre mojado. El mundo se ha vuelto contra él; feroces sucesos lo sacuden y lo hieren. Y las heridas físicas, aunque serias y terriblemente reales, parecen no tener comparación con el infierno que arde en su cabeza. “Who said I lied to her?”, pregunta sin repuesta. Desolación. Castigo físico, más desolación, más castigo físico. Autoflagelación como método de salvación. Y todo porque la persona que ama aún dice amarlo, “aunque solo un poquito menos que antes”.

Era el verano infernal de 1992 cuando escuché estas mismas crueles palabras, a través de un teléfono demasiado distante y demasiado incompleto. Esa corta frase desintegró mi pasado en un instante abrupto e intenso como un latigazo, un latigazo simultáneo en la sien y en las tripas. “The pain was enough to make a shy, bald Buddhist reflect and plan a mass murder”. Fue el shock, el entendimiento preso en un congelador, el alma de pronto convertida en una estatua de sal mirando hacia el lugar equivocado. Y la desolación sin límite cobrando todo mi ser como presa demasiado pronto. “And so I drank one, it became four / and when I fell on the floor, I drank more”.

Si alguna canción salvó mi vida, fue ésta.

La gente se ríe cuando digo esto, pero no es broma.

Love Will Tear Us Apart, Joy Division (1980)

El amor nos hará pedazos


No es el abandono el que nos destroza

Sino precisamente el amor

Somebody To Love, Queen (1976)

Cayendo hacia los cielos


El primer disco LP que tuve fue una fabulosa versión doble de A Night at the Opera y A Day at the Races. Era un bello vinilo de segunda mano que se abría en dos como un espléndido libro revelando las letras de las canciones. Recuerdo que el disco era tan grande que apenas cabía entre mis brazos. (Ahora que reflexiono sobre este hecho, es muy posible que el pequeño en realidad fuera yo, debido principalmente al tamaño constante del formato LP a través de los años). Lo llevaba al colegio constantemente para leer una y otra vez las letras con mis amigos y admirar el arte de tapa. Nos abocábamos fervientemente a estas tareas en los recreos tanto como durante las clases mismas. Era el año 1985 y yo tenía catorce años. A tal temprana edad mis amigos y yo a parecer creíamos tener la madurez auditiva necesaria y suficiente como para tener una apreciación correcta de las complejas formas del rock sinfónico, aunque quizás también debo reconocer que en gran parte el objetivo era pasar por tipos cultos y refinados frente al resto de nuestros compañeros de curso, aun hundidos hasta el cuello en la basura radial ochentera.

Nuestros debates acerca de que canción era la mejor de todas podían ser tan intensos que gatillaban fogosas discusiones y hasta peleas de gran ardor. Alianzas entre dos o tres de nosotros, que en algún momento lográbamos estar de acuerdo, se formaban y deshacían con la velocidad del rayo. Quien se atrevía a tener una opinión distinta, procedía a ser humillado y ridiculizado frente al resto; un par de días de ostracismo parecía ser heroico precio a pagar por mantener la opinión propia; era digno de verse. En el fondo de nuestras impúberes almas, todos sabíamos que Bohemian Rhapsody no sólo era la mejor canción del disco, sino que probablemente la mejor canción que Queen había compuesto y compondría jamás, pero como aparecía en la radio, no podíamos rebajarnos a reconocerla como tal frente al resto del mundo. La elegida por la mayoría de mis amigos parecía ser The Prophet’s Song, que a mi parecer era excesivamente rara, rayando en la ridiculez, con sus eternas partes a capella y sus arreglos tan groseramente pomposos. Por supuesto que mis amigos no perdían un segundo en calificarme de “primitivo”, “inculto”, “sordo” y hasta “estúpido” por no saber reconocer su belleza sublime, aunque después de todos estos años, reconozco que tenían razón. Pero, en aquella época, no había duda que mi favorita era Somebody To Love.

Es curioso, pero han pasado 18 años y hoy la encuentro incluso mejor que antes, poderosa, monumental e increíblemente trágica –en el sentido teatral del término- sin llegar a ser cursi. Ignoro si Freddy Mercury y compañía hayan tenido la intención manifiesta de hacerla parecer una tragedia griega, pero eso es lo que yo veo tras esos fabulosos contrapuntos vocales, donde el coro de segundas voces no se contenta con repetir la voz solista, sino que anticiparla, cuestionarla, retarla a duelo mortal. Esta canción es tan grandiosa, que uno tiende a olvidar lo triste que es. Aquí tenemos a un hombre con el corazón tan hecho añicos, que no duda en implorar ayuda a los cielos, a quien quiera escucharlo. Y sin embargo no provoca lastima, sino inspiración, como si este hombre cayera tan pero tan bajo, que terminara en el mismísimo cielo. Somebody To Love es una lucha de ángeles con espadas de fuego en una leyenda que nació en mi cabeza hace ya bastante tiempo y que aún existe, aún flota en el aire.

What Difference Does It Make?, The Smiths (1984)

Mea Culpa


Hay ocasiones en la vida en las que uno se equivoca de manera excesivamente grosera. Errar no es pecado en ninguna época ni en ningún planeta, eso está claro. Pero algo muy distinto es despertarse un día y metódicamente desencadenar una serie de acciones, una por una, cuyo efecto global es lo que se conoce como una cagada, una gran cagada. Es la mierda impactando el ventilador. Y claro, lo que debe ocurrir a continuación –y que sí, normalmente ocurre con precisión de oráculo- es que esa mierda (volante, pegajosa) alcanza a alguien, alguien cercano a uno. Alguien que uno quiere. Y entonces, la pesadilla se desencadena: es el quiebre, el odio oscuro, ciego y paralizante, las palabras ponzoñosas y los gestos tan sinceramente funestos. Y luego, cuando la tormenta ha pasado, es que recién se asoma lo que será más difícil de aguantar: la ausencia, el silencio, el abandono. Cuando el gris mata al rojo, las emociones bajan a cero Kelvin, y todo se detiene en su trágico sitio. El sordo horror del desencanto es todo tuyo.

Y entonces, con Hercúleo esfuerzo, sales del agujero en que te encuentras (¿el agujero en que te metiste? ¿el agujero en que te metieron?), y emerges de vuelta a la danza…

…sólo para darte cuenta que no eres bienvenido…

¿Qué hacer?

¿Hasta dónde vale la pena… todo?

Respuesta: depende hasta donde uno esta dispuesto a ir.

Una salida: salir, cerrar los ojos y apretar los dientes, cortar la maleza, salvar lo más importante del naufragio. Desnudas tus tripas frente a tu mejor amigo y le preguntas: “What difference does it make?” “¿Qué más da? Aun saltaría hacia la bala que se dirige hacia ti.” Sí, lo sé, me equivoqué, lo lamento, lo lamento sinceramente y lo lamento en el alma… lo lamento desde el fondo de mis zapatos… pero me niego a perderlo todo, me resisto a perder esto.

Pero él no habla. El es cauto y sabio. Y paciente. Puede esperar años. Años. Pasivo como monje Zen, esperando. Esperando sanar. Y esperando también que tú dejes de luchar, esperando a que bajes los brazos, calmes tu fiebre y te perdones a ti mismo primero.

Mas tú no lo sabes, no lo logras entender todavía. Exiges respuestas a tus urgentes preguntas: “Qué diferencia hace? Me haces sentirme avergonzado de tener sólo dos manos… no más disculpas… estoy cansado y enfermo… hoy me he sentido muy cansado y muy enfermo…”

Charlotte Sometimes, The Cure (1984)

Un sueño


...ella ha decidido escapar, no puede aguantar quedarse un minuto más. Ha cargado su mochila con sólo un par de cosas (más por efecto visual que otra cosa…) y ha comenzado a caminar hacia afuera del edificio (¿la institución?) Afuera hay conmoción, parece que alguien da la alarma con un grito "Charlotte se está escapando!"... también hay gente (¿otros pacientes? ¿enfermeros?) que vociferan, que tratan de detenerla con palabras, convencerla de que no se vaya. Charlotte no está en completo control de sí misma, gesticula con las brazos como diciendo "no se me acerquen", sacude la cabeza. Cuando me entero de lo que está pasando, corro hacia afuera y la veo. Está en la calle, caminando de espaldas con paso arrastrado y errático. Viste unos jeans de hombre muy gastados y sueltos, una miserable camiseta a rayas horizontales y zapatillas de lona de un color indistinguible; su pelo esta suelto y desordenado. La mochila a medio llenar colgando de su espalda le da una apariencia algo triste, aunque también poética; parece salida de un cuento. No se muestra histérica, aunque si muy confundida, agotada, hastiada. Su cara refleja la mueca de quien quiere entender una intensa y confusa pesadilla. Voy a su encuentro de la forma menos amenazante que puedo, a paso lento pero constante, sin decir nada, tratando de no mirarla a los ojos muy fijamente para no intimidarla. Al fin llego donde ella está y la abrazo muy fuerte. Charlotte no es mi paciente, pero siempre me ha llamado la atención. Ella es el tipo de mujer que se queda pegada en la memoria de los hombres. Su presencia, siempre, ha conjugado el raro equilibrio entre extrema fortaleza e infinita fragilidad. Lo cierto es que siempre me he sentido profundamente atraído hacia ella -cosa que, naturalmente, nadie en el mundo sabe. Trato de calmarla, de brindarle palabras de alivio, mientras su cuerpo tiembla dentro de mi abrazo. "Debo irme, tengo que irme, estoy podrida", repite. Su voz es como la de quien ha perdido toda su fe en todo. Sigo hablándole al oído, muy despacio, pero parece no escucharme, mis palabras no surten ningún efecto. Siento que su agotamiento es tan grande que simplemente no es capaz de echarse a llorar. Ahora intenta escaparse de entre mis brazos, sacudiéndose, pero yo se lo impido abrazándola aun más fuerte. Silencio, jadeos, temblor. Finalmente decido utilizar mi último recurso. "¿Quieres seguir terapia conmigo?", le pregunto. "Sí", responde de inmediato, como impulsada por un resorte, mirándome directo a los ojos por primera vez. "Vamos a estar bien", le aseguro, le repito varias veces. Entonces ella deja de luchar, deja de resistirse. Apenas su cabeza se ha inclinado en mi hombro, siento como su cuerpo se va desvaneciendo, haciéndose pesado, tendiendo a caer hacia el tibio pavimento de la acera. Yo continúo sosteniéndola firmemente, de tal forma que los dos caemos, muy despacio. Yo me siento; ella, tendida hacia un lado, puede apoyar su cabeza sobre mis piernas, finalmente rindiéndose a un instante de quietud. Rayos amarillos de sol entran en sus ojos celestes, llenándolos de un brillo intenso y generando reflejos increíblemente hermosos. Sus ojos no parpadean por un largo rato y miran hacia muy lejos. Pienso en lo extraño que es que sus ojos se vean tan tristes aunque están llenos de sol. Charlotte respira por la boca en intervalos muy cortos. Sus labios entreabiertos dejan ver sus blancos dientes, los más perfectos que yo haya visto jamás. Al fin, mirándola y sintiéndola aquí tan cerca mío, finalmente recibiendo su tibieza, debo asumir que sí, que estoy enamorado de esta mujer. Sé que he destrozado la línea que separa la salud mental (la mía y la de ella) del desorden absoluto: he decidido hacerme cargo de ella en todos los sentidos, hacerme cargo de sus fantasmas, de sus carencias y de su corazón... Sé clara e inequívocamente que es una pésima elección, pero, diablos… soy yo el que está abrazando a esta mujer imposible, nadie más que yo, así que nadie más puede saber cómo es que mi pecho palpita en este momento. Entonces me olvido de todo y sólo escucho a mis vísceras, les hago caso. Finalmente, con un temor realmente supremo, me dice algo que yo no entiendo: "but you gotta behold of me”.

Walk On The Wild Side, Lou Reed (1972)

“Pero si este tipo ni siquiera canta!”


Aún no comprendo cómo es que me costó tanto tiempo en reconocer el genio de Lou Reed. Es un hecho que durante varios años me resistí muy tercamente –en mi estilo tan propio- a apreciar su música. Recuerdo que mi amigo Andrés, gran fanático, intentó durante mucho tiempo y de todas las maneras posibles hacerme entender. Hoy me es difícil incluso recordar cuál era la raigambre de mi aversión; de lo único que estoy realmente seguro es que mi argumento favorito para desestimar a Lou era: “pero si este tipo ni siquiera canta!”. Pobrecito de mí, ciego como un topo y sordo como una puta pared. Estaba rechazando precisamente una de las cosas que hacen a Lou el genio que es.

Algún periodista imbécil le preguntó una vez al gran Woody Allen por cuál de sus películas le gustaría ser recordado en el futuro, o algo así. Sabia y reasticamente, Woody replicó que lo que en realidad le gustaría es ser recordado no por una película en particular, sino que por todo un body of work, algo que pudiera “ser material para un festival a la matinée durante un par de semanas”. Es muy probable que en el futuro esto efectivamente ocurra, tal como debería también suceder con la monumental obra de este otro judío clever de Brooklyn, Big Bad Lou.

Es por esa misma razón que intentar elegir una sola canción dentro del inconmensurable catálogo Reediano es un ejercicio, si no infructuoso, al menos francamente desalentador, especialmente para un fanático acérrimo como yo. (Así es, finalmente vi la luz.) Si terminé eligiendo Walk On The Wild Side no es porque crea que es la mejor canción de Lou ni mucho menos, sino porque muestra hasta donde alguien puede cantar una canción sin realmente cantarla. Es que hay muchos años de circo detrás de ese fraseo, contenido y preciso como mecanismo de relojería.

Paranoid Android, Radiohead (1997)

La Angustia Mortal y El Embrujo del Hombre Hacia Lo Desconocido

(Un intento de ensayo usando el método Paranoico-Crítico)


Esta canción es un enigma, un oscuro e insondable misterio. Una caja de Pandora sin cerrojo, que libera tormentas y maldiciones diversas cada vez que se la toca. Un conjuro secreto que espanta con la misma intensidad con la que fascina. Tal como el fuego al troglodita o la cabalgadura europea al indígena americano, esta canción ofrece un reto al entendimiento humano, desnudando toda su pequeñez e ignorancia esenciales. Y si todo esto es cierto, es acaso posible que Paranoid Android sea simplemente una canción compuesta e interpretada por una banda británica llamada Radiohead? Mi presunción es que no, y procedo a justificarme.

¿Cómo se puede concebir una canción así? ¿Cómo es posible cristalizar su infame estructura o definir su impenetrable lógica? La respuesta es simple –aunque aterradora: no se puede. Es imposible haber simplemente inventado esta canción.

Y a pesar que esta ultima afirmación parezca absurda –particularmente por el hecho de que sabemos que esta canción efectivamente existe- sólo partiendo de este supuesto será posible intentar acercarse al verdadero corazón del misterio.

En primer lugar, es necesario dejar de llamar a este objeto “canción” y reconocerlo como lo que verdaderamente es: un vehículo. Un vehículo que transporta un mensaje intricado y elusivo, una historia con vida propia, aunque carente de rostro. Y cuando nos cruzamos al paso de este vehículo es que abrimos la puerta, dejamos entrar, queriéndolo o no, a ese misterio. Con todo lo incomprensible que este tema es, podría alguien ignorar o negar la enorme carga que transmite? Lo que esta canción genera en el seso y la tripa del oyente (digamos, en quien es arrollado por el vehículo) es una sensación de profunda inquietud e incertidumbre, que es, por cierto, la natural reacción del ser humano ante lo desconocido.

Al mismo tiempo, y de forma diabólicamente paradojal, no escapamos de lo desconocido tal como posiblemente debiéramos, sino que osamos encontrarlo de nuevo, una y otra vez. Como un canto de sirenas, Paranoid Android anula nuestro juicio e instala su presencia firme y persistente en nuestras rudimentarias mentes. ”Escuchaste Paranoid Android?” me han preguntado muchas gentes sin que la conversación previa amerite mencionarlo en lo absoluto. Es que sabemos que hay algo importante tras esas guitarras estruendosas y esas voces sufrientes, tras esos ruidos extraños que recuerdan goteras, avalanchas, sierras eléctricas y tubos de escape. ¿Y la letra? ¿Qué diablos puede significar “the crackle of pig skin / the dust and the screaming / the panic, the vomit / god loves his children, yeah”, que creemos es digno de recordar? No importa; de igual manera sentimos la necesidad de esparcir el Evangelio, aun ignorando si las nuevas son buenas.

En un acto no exento de terror, me atrevo a afirmar que esta canción ha existido desde siempre en múltiples formas, a través de la historia. Paranoid Android es un secreto que insiste en ser re-creado por el hombre, sin siquiera ser entendido. Tal como el canto de sirenas o la caja de Pandora. Como el Arcángel Gabriel o los rollos de Mar Muerto. Como el Santo Sudario. Como Stonehenge y como el idioma Vasco. Como la vida misma, un misterio.

El secreto, impenetrable, sigue a salvo.