Soundtrack Vital

Un compendio irresistiblemente evocador inspirado en los accidentes vitales de Lucho Tapia y Guary Opazo.

Saturday, November 10, 2007

He Barrido El Sol, Los Tres (1991)

Nos habíamos amado tanto

Por esos días yo andaba aparejado con una muchacha de belleza muy extraña, lo cual era bastante habitual en aquella legendaria ciudad durante la última década del siglo; Santiago de Chile era un lugar verdaderamente especial. Su nombre era Mara y venía del exilo, habiendo vivido la mayor parte de su vida en un país europeo. Tal como la gran mayoría de los jóvenes criados en el exilio, sería preciso (y también inadecuado y cliché, lo sé) haber calificado a Mara como un espécimen extremadamente interesante y atractivo –no sólo ante mis ojos. Aunque Mara era la poseedora de una exuberante melena de rulos negros, un par de ojos brillantes y oscuros, y un busto extremadamente generoso, no era el tipo de mujer del cual uno cae perdidamente enamorado debido a su apariencia –al menos no debido a esa clase de accidentes visuales. Los suyo era esconderse, escabullirse, desaparecer. No era ninguna casualidad que adorara tanto la palabra “inasible”, lo cual le escuché declamar en varias ocasiones a viva voz como si sólo ella fuera la única persona con altura moral suficiente como para usarla. El atractivo de Mara residía en un lugar recóndito y oscuro al cual yo sólo pude acceder cuando ya era demasiado tarde. Mara era una mujer de alma pesada y seso inquieto, lo cual era una combinación totalmente terrorífica, más potente que el más sublime canto de sirena para mí. Mara siempre se condujo con la rara elegancia de quien se encuentra viviendo en una época equivocada, unos doscientos años más tarde de lo que le hubiera correspondido. En resumen, yo me sentía atraído a Mara por una serie de razones que en otra circunstancia (otra mujer, otra cuidad, otra edad) me habrían motivado a alejarme de ella. Mara me invitó a conocer la otra acera de la Calle Vital después de haber caminado toda mi vida por el lado soleado. Acepté esa invitación con la ciega certeza de un salto al vacío.

El asunto es que Mara y yo, que previamente habíamos interactuado más bien de forma tibia y superficial como conocidos, aparecimos de pronto y sin que nadie lo vislumbrara, felices de la mano. (Valga quizás agregar que estuvimos juntos en secreto durante más de un mes –una eternidad por esos días- sin que nadie lo supiera. Fue su decisión, lo que me pareció absolutamente natural viniendo de ella.) Y sucedió que cuando Mara y yo aparecimos de la mano, nuestro grupo de amigos comunes pareció no entender lo que pasaba. Lo cierto es que Mara y yo éramos tan extremadamente distintos que era difícil entender qué diablos podíamos estar haciendo juntos; yo no era precisamente un tipo misterioso, retraído, ni solitario, sino más bien todo lo contrario (y los dioses saben cuánto yo disfrutaba esa sensación de estar haciendo exactamente lo contrario de lo que se esperaba de mí.) Y si bien la mayoría de nuestros amigos comunes reaccionó simplemente con extrañeza o algo parecido a la extrañeza, unos pocos reaccionaron de manera francamente hostil. El mejor amigo de Mara, por ejemplo, odió todo mi ser desde el mismísimo día en que me vio por primera vez. Su nombre era Alejo. Alejo era uno de esos cabrones físicamente poco agraciados que sin embargo agradaba a las gentes (y sobretodo a las muchachas) con su magnética personalidad y agudo intelecto. En resumen, un cretino demasiado parecido a mí. Mi ventaja era que su mejor amiga, esa mujer imposible, me consideraba digno de ser su pareja. (Chúpate esa, cabrón, decía yo para mis dichosos adentros.) Recuerdo que una vez que Alejo nos llevaba a algún lugar en su auto (el tener algo que conducir era visto con gran admiración, por lo tanto él era mejor que yo), nos hizo escuchar su último descubrimiento musical: un grupo del sur, llamado Los Tres, que yo desconocía. “Atención, esto es bueno”, anunció Alejo con ímpetu bíblico, alzando la caja del caset en su mano libre. Y mientras íbamos por calle Irarrázaval a la altura de la Plaza Ñuñoa escuchando esas canciones, recuerdo pensar: esta música es atemporal, artesanal, cuidadosa; este grupo es genial. Pedí la caja para ver de qué se trataba. En la contratapa, aparecían los rostros de cuatro tipos, uno de los cuales, un sujeto de apellido Henríquez, parecía contener una carcajada a la vez que desviaba la vista de la cámara que lo retrataba, como diciendo: “no, no tengo cinco segundos para perder en esta estupidez.” Este tipo es especial, me dije. Cualquier letrista que tenga la desfachatez de declararse tonto en la primera canción de su primer disco pertenece a un nivel intelectual superior; por otra parte, cualquier poeta que llegue a escribir algo como “arrastré el calor del basural que brillaba sobre ti” merece mi eterna admiración. Naturalmente no dije nada; nada que pudiera apoyar la opinión de Alejo.

Era una época feliz, dichosa y ebullente. Daba la impresión que todos nos dábamos permiso para hacer lo que nos venía en gana. Mi mejor amigo y yo trabajábamos horas absurdas e interminables atendiendo mesas en un bar con muy poca clase pero intensísimo trajín y nos creíamos los tipos más cooles del planeta. El salía con Consuelo, la mejor amiga de mi novia, formando un cuadro de singular simetría afectiva que parecía forjado en el paraíso. Yo no conocía a Consuelo, pero por lo que mi amigo me contaba, y por lo que yo suponía, debía ser una mujer fabulosa, tal como mi novia. Mi amigo y yo nos emborrachábamos a menudo, escribíamos cadáveres exquisitos y robábamos letreros de tránsito en medio de la noche, los cuales intercambiábamos como regalos de cumpleaños llegada la ocasión. Constantemente era posible vernos caminar de noche por las calles de la ciudad (más por la falta de dinero y locomoción colectiva que por pura devoción) e inventar juegos altamente absurdos. Nuestros ambiciosos planes incluían abandonar definitivamente los hogares paternos en esta patria mínima que nos enjaulaba e irnos a París. Era verano, el sol brillaba y el mundo estaba al alcance de la mano.

Un día, mi amigo y yo logramos la rara proeza de tomarnos el mismo día libre con el expreso plan de hacer una cena “familiar”, con las novias y quizás algún par de amigos. Esa noche tenía una expectativa especial para mí ya que al fin iba a conocer a Consuelo, de quien yo había oído (¿imaginado?) sólo cosas buenas. Nos juntamos en casa de Mara. Su amiga de la infancia, Susana, una pálida germana cien-por-cien, y el imbécil de Alejo también estarían allí.

Es aquí donde mis recuerdos comienzan a ser borrosos, básicamente porque recuerdo muy poco excepto entrar por la puerta de la casa de mi novia, pasar por la penumbra del living, y escuchar el piso crujir bajo mis pies mientras doy el par de pasos necesarios en dirección al luminoso comedor donde están todos. Finalmente, rodeada por varias sombras que bien podían ser el resto de los comensales o incluso fantasmas de verdad, recuerdo ver a una mujer que no podía ser otra que Consuelo, la novia de mi mejor amigo, apoyada en un mueble con su cara dada vuelta en dirección opuesta a mí, dejando a la vista su generosa melena color rojo oscuro, su atuendo imposible, y sus piernas. Sus piernas.

Camino hacia ella. Cuando se da vuelta hacia mí, puedo ver su rostro por primera vez. Una sonrisa, la más luminosa que yo he visto jamás, nace honesta y extensa en sus labios. “El famoso Guary”, dice, y su voz es un canto de vida. La saludo con un beso en la mejilla (bendita costumbre de mi tierra natal) y anuncio: “es un honor, no sabe cuánto he escuchado yo de usted, señorita”, quizás tocando su hombro, la tibieza de la piel desnuda de su hombro izquierdo. Y sonrío, me sorprendo sonriéndole a ella y a ese momento, y sonriéndole también al destino y a lo que está por venir.

Eso es todo, el comienzo del fin. Baudrillard dijo que el acto amoroso no se consuma entre las sábanas, sino durante la seducción. En ese momento, en el iluminado comedor de la casa de mi novia, me doy cuenta con certeza ineludible que todo está consumado. Mi voluntad, mi destino y mi condena son la misma cosa. Todo calza y no hay vuelta atrás. No hay asomo de duda. La ceguera más incurable es la que simplemente se rehúsa a ver. Aquella que incluso puede barrer el sol de este lugar.